LEVANTE-EMV đ” En la devastada Tiro, las buganvillas marcan a los muertos en una fosa comĂșn
No hay flor en temporada que florezca en noviembre. Y mucho menos ya a principios de diciembre. El Ășnico toque de color en las calles de la ciudad costera de Tiro, al sur del LĂbano, lo dan las buganvillas. Naranjas, rosados y blancos despuntan entre la verdura para recordar a los transeĂșntes que esta es una urbe mediterrĂĄnea. En Tiro, las familias en duelo no tienen otra alternativa que traer buganvillas a sus fallecidos. Sin flores para aquellos que siguen sin tumbas. En un vasto terreno a las afueras de la ciudad sureña, la tierra removida, los largos ropajes negros y los lamentos de puro desgarro indican que bajo el polvo estĂĄn los cuerpos de conocidos y desconocidos. Las familias se aferran a alguien que les dice que ahĂ, en esa fosa comĂșn improvisada mientras aĂșn caĂan las bombas, estĂĄ su pariente.
no hay tiempo para la tristeza, les dicen los hombres de su familia. Les limpian las lĂĄgrimas, mientras les recuerdan que no existe lugar para la pena en la victoria. Aun asĂ, ellos tambiĂ©n clavan la mirada en el montĂculo que esconde el cuerpo del que fue su joven hijo.
Muchos perdieron la vida empuñando las armas con HizbulĂĄ para vencer a Israel. Otros, recuperando supervivientes de entre los escombros como trabajadores de la defensa civil y los servicios de rescate y emergencia. Algunas de las 175 vĂctimas mortales eran civiles, como la hija de la tĂa de Mahmoud Faqih. âSomos de Aita el Shaab [un pueblo de la frontera con Israel] y vinimos a Tiro en busca de refugio porque nuestro pueblo ha sido completamente destrozadoâ, explica a este diario. âDos dĂas antes del alto el fuego, la hija de mi tĂa muriĂł en un ataque israelĂ contra el EjĂ©rcito libanĂ©sâ, añade. Este sĂĄbado por la tarde Mahmoud ha venido con sus tres hijos y su mujer para visitar el pedazo de tierra donde yace a la espera de poder ser enterrada en su pueblo. AllĂ, aĂșn siguen las tropas israelĂes.
Sin ningĂșn tipo de ayuda
A poco menos de un par de kilĂłmetros de allĂ, en el corazĂłn de la ciudad de Tiro, la vida brota. No hay absolutamente nadie de brazos cruzados. Bajo un esplĂ©ndido sol mediterrĂĄneo, que trae aires de primavera a la castigada urbe, la poblaciĂłn estĂĄ tirada a las calles. Algunas no tienen mĂĄs remedio, porque los escombros que pisan son lo poco que queda de sus casas. Muchas desafĂan a la gravedad para escalar en el interior de un edificio sin paredes con la intenciĂłn de recuperar algunas pertenencias de sus hogares. âLa gente de aquĂ estĂĄ tan conectada con la ciudad, especialmente con sus casas, que en realidad no podrĂan abandonar Tiroâ, reconoce Mahmoud Latouf, un joven enfermero que ha pasado todos y cada uno de los dĂas de la guerra bajo las bombas israelĂes.
me fuera de Tiro, pero tengo un papel que desempeñar, un servicio que brindar y, aunque sĂ© que es peligroso, muchas personas lo necesitanâ, explica Latouf a EL PERIĂDICO. Este joven oriundo de Tiro es enfermero y trabaja en la asociaciĂłn Amel, una de las pocas organizaciones ââÂĄla Ășnica!â, dice Ă©lâ que se ha quedado en la ciudad durante estos dos meses de intensa ofensiva israelĂ, que ha matado a alrededor de 3.300 personas en todo el paĂs. âDespuĂ©s de la guerra del 2006 [entre HizbulĂĄ e Israel, que durĂł 34 dĂas y matĂł a poco mĂĄs de 1.000 personas], decenas de organizaciones llegaron a Tiro a ayudar, aunque aquĂ solo cayeron cuatro bombas contadasâ, dice Mona Shaker, directora del centro de Amel en Tiro, a este diario.
Pero, ahora, en las calles solo hay civiles limpiando las decenas de miles de pedacitos de cristal que rodean a cada edificio derribado. âHe vivido muchas guerras y he seguido trabajando: estas pueden ser las circunstancias mĂĄs difĂciles a las que nos hemos enfrentado, ya que esta guerra ha sido muy dura y destructiva, pero nosotros, los dueños de esta tierra, queremos ser fuertes, queremos volver a la vidaâ, defiende Shaker, llena de esperanza. Su discurso es interrumpido repetidas veces por trabajadores del centro de Amel que, mascarilla en boca y guantes en mano, pasan su primer sĂĄbado sin bombas limpiando las instalaciones. A cada problema que surge, a Mona se le ocurre una soluciĂłn al instante.
« La peor de todas las guerras »
âEsta guerra es posiblemente la peor de todas las guerrasâ, reconoce Salwa Ibrahim Bitar a EL PERIĂDICO. Con sus 88 años, habla con conocimiento de causa. En el medio siglo que lleva viviendo en su casa, ha visto cĂłmo los conflictos bĂ©licos pasaban por su calle, pero nunca entraban dentro. Hasta que llegĂł, de nuevo, el EjĂ©rcito israelĂ y, con un simple bombardeo, redujo su casa de cuatro habitaciones a solo una. Cuando tuvo lugar el impacto en plena noche, tres edificios cayeron sobre el suyo y se llevaron consigo el salĂłn y tres habitaciones mĂĄs. âSi hubiera dormido en mi cuarto esa noche no estarĂa aquĂâ, reconoce su hija FĂĄtima Hakim. Algo superior a ella le indicĂł esa noche que mejor durmiera con sus hermanos y su madre.
DespuĂ©s de pasar 15 dĂas en Beirut en casa de su hermana, los Hakim no han tenido otra opciĂłn que volver a casa, a su nuevo reducido hogar. âNo tenemos dinero ni nadie que nos ayude, mucho menos para reconstruirâ, dice el hijo Ahmed Hakim. Ahora, los tres duermen en una sola habitaciĂłn, y han podido conservar la cocina y un baño. Pese a la pobreza, se sienten unos afortunados, porque pueden seguir contĂĄndolo. No muy lejos de allĂ, decenas de sus conciudadanos esperan sepultados bajo la tierra removida para crear una fosa comĂșn improvisada. Las buganvillas marcan algunos de los cuerpos que han sido reconocidos, visitados y queridos. A otros, nadie los vendrĂĄ a ver porque no queda nadie. O porque nadie sabe que estĂĄn ahĂ.
Sobre algunos de los montĂculos, las buganvillas ya se han secado. En apenas un puñado de ellos, aĂșn siguen frescas. Parece un intento de devolver a la vida, a la frescura a los cuerpos que esconde la tierra. Sin nada fĂsico que aportar, una mujer se sienta frente al montĂculo de tierra que su marido le ha indicado. âÂżCĂłmo sabes que es este? ÂżEl 93?â, le pregunta al no ver ninguna señal en la arena. âPorque lo sĂ©â, sentencia Ă©l. Ella pasa un buen rato de rodillas leyĂ©ndole el CorĂĄn, ajena al mundo a su alrededor. Un par de montĂculos mĂĄs allĂĄ, una llanta con el logo de Opel identifica a otro muerto. AĂșn quedan agujeros en la tierra para los que vendrĂĄn. Tras ellos, la excavadora sigue ahĂ por si esto realmente es un alto el fuego y no el fin de la guerra permanente. La tierra, vasta y llana, se muestra dispuesta a acoger a todos los que vendrĂĄn.