EL PAIS 🔵 Sed, torturas, violaciones y muerte: salir de un infierno para entrar en otro cruzando la Puerta de las Lágrimas
Al otro lado del mar, pero a menos de 30 kilómetros, se dibujan ya las montañas de Yemen. El estrecho se llama Bab el Mandeb, la Puerta de las Lágrimas, en árabe, y en sus aguas se han hundido embarcaciones, endebles y muy deterioradas, que transportaban migrantes africanos que escapaban de las guerras o la pobreza y soñaban con llegar a Arabia Saudí. En este punto, en el extremo nororiental de Yibuti, en la frontera con Eritrea, el mar Rojo se estrecha al máximo, pero las corrientes son traidoras y muy fuertes.
Medio oculta en la arena hay una mochila y más abajo un zapato, huellas de la presencia reciente de migrantes. “Esta camisa no estaba aquí hace una semana”, afirma el médico Yussuf Moussa, sacando de la arena una prenda negra y blanca. “Sospecho que este grupo se fue hace solo unos días”.
Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el año pasado llegaron a Yibuti 123.000 migrantes, principalmente etíopes, y la mayor parte se dirigió a Yemen. La cifra es un 20% superior a la del año precedente y esta ruta migratoria es ya una de las más transitadas del mundo.
Todos los días, Mussa, un hombre amable con barba negra y un gorro blanco de oración en la cabeza que trabaja para la OIM, conduce hasta esta playa su todoterreno reconvertido en ambulancia. Los ojos de este doctor escrutan las montañas negras y el mar azul celeste. Busca migrantes a los que pueda proporcionar agua y primeros auxilios. Las personas que llegan hasta aquí son en su mayoría etíopes que han caminado por el desierto durante días bajo un sol abrasador. La temperatura en la zona ronda los 48 grados centígrados y el aire asfixia. Cada verano, Moussa encuentra en el desierto entre 30 y 40 migrantes deshidratados o ya fallecidos.
“Y si consiguen sobrevivir a la travesía del desierto, muchos acaban pereciendo en el mar”, dice Moussa, sombríamente, mientras señala las piedras negras colocadas juntas en la playa. “Son tumbas de migrantes que el agua trajo hasta la orilla”. En la sepultura más grande hay 43 personas, entre ellas muchos niños. “Me gustaría decirles a los etíopes: por favor, quédense en casa, el viaje es peligroso”, señala, dejando escapar un suspiro. “Pero prefieren escuchar a los contrabandistas”. Saca su teléfono del bolsillo y muestra las fotos de un grupo de hombres, mujeres y niños que fueron arrastrados hasta la orilla en abril. Sus cuerpos estaban hinchados por el agua y la mayoría parcialmente devorados por los tiburones.
Si puedo trabajar en Arabia Saudí unos años, mi vida cambiará para siempre. Podré construir una casa, abrir un negocio. Es mi portal a una vida mejor
Sadam Hussein, migrante etíope de 22 años
Solo tres sobrevivimos
A una hora y media en coche hacia el norte, la ambulancia de Moussa se topa con los primeros etíopes. Se refugian del sol bajo las acacias espinosas que los yibutianos han empezado a llamar árboles de migrantes. “Llevamos 10 días esperando aquí a los contrabandistas de Yemen”, cuenta Sadam Hussein, un etíope de 22 años, antes de dar un largo trago a la botella de agua que le ofrece Moussa. El agua que derrama resbala por su perilla llena de arena hasta su camisa azul. “A veces conseguimos comida y bebida de los contrabandistas yibutianos”, dice Hussein, disculpándose por su avidez. “Pero no hay suficiente para todos”.
Hussein viene de la región meridional etíope de Oromia. “Allí no hay nada. No hay trabajo, solo violencia. Mi familia sufre”, explica. El chico llegó a Yibuti hace ocho meses. Por el camino fue ganando dinero haciendo todo tipo de trabajillos con el fin de poder cruzar a Yemen. Hussein sabe que en el país al que va se libra desde hace años una devastadora guerra civil entre los rebeldes hutíes y el Gobierno. Sin embargo, quiere a toda costa llegar y seguir su viaje hasta Arabia Saudí. “Si puedo trabajar allí unos años, mi vida cambiará para siempre. Podré construir una casa, abrir un negocio… Arabia Saudí es mi portal hacia una vida mejor”, confía.
De todos los niños y jóvenes que se refugian del sol bajo los árboles, solo Hussein sabe lo que les espera al otro lado del mar. El joven ya viajó a Yemen hace dos años. “Cuando bajamos del barco, otros contrabandistas nos metieron inmediatamente en un centro de detención”, cuenta. “Nos encadenaron como si fuéramos esclavos. Los que no podían pagar a los contrabandistas eran torturados. Enviaban vídeos de los malos tratos a nuestras familias y solo nos liberaban cuando estas transferían dinero”.
Los contrabandistas acabaron liberando a Hussein en la frontera con Arabia Saudí. “Tuvimos que cruzar corriendo la frontera nosotros mismos”, dice el joven. Y la policía fronteriza saudí abrió fuego “como si fuéramos objetivos”, agrega. Hussein juguetea con el corazón que cuelga de la cadena que lleva en el cuello. “Corrí tan rápido como Usain Bolt. De las 50 personas que cruzaron la frontera aquel día, creo que solo tres sobrevivimos”.
Me gustaría decirles a los etíopes: por favor, quédense en casa, el viaje es peligroso
Yussuf Mussa, OIM
Según un informe publicado hace un año por la organización de derechos humanos Human Rights Watch, centenares de migrantes han muerto por disparos de guardias fronterizos saudíes en la frontera entre Yemen y Arabia Saudí. Y si los etíopes consiguen llegar a Arabia Saudí, son explotados y maltratados, según las organizaciones de derechos humanos. En respuesta a los informes, el Gobierno etíope ha repatriado a cientos de miles de migrantes en los últimos años. En abril, comenzó, por ejemplo, la repatriación en avión de un grupo de 70.000 etíopes.
Hussein también formó parte de estos ciudadanos enviados de vuelta a casa y ahora quiere intentar de nuevo entrar en Arabia Saudí, pero esta vez a través de Yibuti, donde las autoridades parecen haber renunciado a intentar detener a los migrantes, probablemente porque son demasiados. “Confío en Dios”, dice el joven.
A menudo, los yibutianos también se encuentran con embarcaciones llenas de migrantes que regresan y utilizan para ello a los mismos traficantes que los llevaron por primera vez a Yemen. “El viaje de vuelta a casa suele ser el más duro”, señala Mussa. El doctor aparca su ambulancia junto a un par de zapatos rotos y botellas de agua. En la arena pueden verse huellas. “Cuando los retornados bajan del barco, ya no tienen dinero para dar a los contrabandistas, así que no hay nadie que les ayude”, explica.
El suicidio como única salida
Hoy, el cielo está despejado en el desierto, pero en verano el hamsin, palabra en árabe para referirse a las tormentas de arena, oscurecen la vista de los migrantes. Cuando ese viento polvoriento llega a Yibuti, se pierden todos los puntos de referencia. Algunos días, Mussa conduce su ambulancia hasta la cadena montañosa que bordea el desierto: “Muchos etíopes perdidos creen que allí hay pueblos, como en su país de origen”, explica. “Pero lo único que hay es más desierto. Por eso encontramos más cadáveres en las montañas”.
En Obock, justo al lado de un pequeño campamento para refugiados yemeníes que han huido de la guerra civil en su país, la OIM gestiona también un centro de acogida para retornados. Aquí, Moussa y sus colegas proporcionan ayuda médica y psicológica y asisten a los migrantes en su viaje de regreso y en la reintegración en su país de origen. El centro, con capacidad para 300 personas, está lleno todo el año.
Nos torturaban con mecheros, acercándolos a nuestra piel y pelo
Hiwot, migrante de 18 años de Yibuti
Muchos migrantes han sufrido traumas, violaciones o abusos. Una de ellas es Hiwot (nombre ficticio), una joven de 18 años de Amhara (Etiopía). Habla en voz baja, con la mirada fija en el tablero de la mesa. “Nada más bajar del barco en Yemen, nos llevaron a 11 mujeres y a mí a una casa muy apartada. No había nadie viviendo en la zona”, cuenta. Las mujeres permanecieron retenidas allí durante 12 días, sufriendo violaciones y abusos. “Nos torturaban con mecheros, acercándolos a nuestra piel y pelo”, narra.
Los contrabandistas extorsionaban a los familiares de Hiwot mostrándoles los abusos. “Pero mis padres no tienen dinero. Tuvieron que visitar a unos parientes lejanos para reunir lo que pedían”, explica. Cuando por fin recibieron el rescate, Hiwot esperaba que la llevarían a Arabia Saudí, como los contrabandistas habían prometido. “Pero, en lugar de eso, nos metieron en el barco de vuelta a Yibuti”. Al llegar, el capitán también parecía querer dinero. Cuando no pudieron proporcionárselo, las mujeres fueron golpeadas de nuevo.
De momento, la OIM no puede repatriar a Hiwot porque su región de origen es demasiado insegura. Volver por iniciativa propia tampoco es posible. “No tengo dinero y no me atrevo a pedir más ayuda a mis padres”. Como muchos otros retornados, Hiwot teme la ira de su familia porque su viaje les ha costado mucho dinero y ahora vuelve traumatizada y arruinada. Se le llenan los ojos de lágrimas. “A veces pienso que el suicidio es la única salida. No sé si seguiré aquí dentro de unas semanas”, solloza.
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